domingo, 23 de mayo de 2010

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS MENSAJE DEL OBISPO

Queridos hermanos y hermanas condiocesanos, me dirijo a todos ustedes, y me permitirán que, ante la cercanía de la Clausura del Año Sacerdotal, lo haga hoy, de un modo especial, también, a los sacerdotes, con una oración muy fraterna y paterna por la renovación interior de su ministerio.

Pentecostés, Giovan Battista de Rossi

PRIMIGENIA FUENTE MISIONAL

En estas vísperas de la solemnidad, esperamos con apertura de corazón el gran misterio de un renovado Pentecostés, en el “recogimiento en la oración, a ejemplo de los Apóstoles junto a la Virgen María, para pedir la efusión del Espíritu Santo”[1]. Se trata de esa “efusión” que es fuente misional, primigenia, ardorosa, fortaleciente, enviante, en y desde el Amor personal del Padre y el Hijo. Lo es para toda la Iglesia, Pueblo de Dios, pero les pido hoy que lo tengan especialmente en cuenta los sacerdotes, ante la cercana clausura del Año Sacerdotal. Pentecostés es envío fortalecedor para el testimonio supremo: "Tendrán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos… hasta los confines del orbe" [Hch 1,8].

El pasado domingo hemos celebrado el retorno de Jesús al Padre, en su gloriosa Ascensión, y ya en estas vísperas, y en la solemnidad misma, Jesús Resucitado nos abre renovadamente el camino a la vida eterna y nos llama a la unidad, en la cual “formamos el Cuerpo de Cristo”, unidad hecha por la eucaristía. Así, San Agustín enseñaba a sus catecúmenos: "Cuando ustedes recibirán la comunión, se les dirá: el Cuerpo de Cristo, y ustedes responderán: Amén. Pero ustedes mismos deben formar el Cuerpo de Cristo. Es, pues, el misterio de ustedes mismos lo que van a recibir”[2]. Porque dice San Pablo: “Puesto que hay un solo pan, nosotros, aún siendo muchos, somos un solo cuerpo: todos participamos del único pan” [1Cor 10,16-17].

La Virgen María nos ayudará a vivir con apertura al misterio divino esta Fiesta, Ella, la Mujer plena, la llena de Gracia, que es, en este sentido (como la llama el Concilio Vaticano II), “sacrarium Spiritus Sancti”[3], sagrario del Espíritu. Saben ustedes que he visto, con inmensa alegría, en diversas parroquias de nuestra diócesis, la adoración perpetua, o la adoración del Santísimo no ya sólo los jueves, sino en distintos días de la semana, con familias, con jóvenes, con personas que se reencuentran con Dios, que son sanados interiormente, que recobran la salud del alma, las ganas de vivir, las fuerzas para ser felices y dar testimonio del Señor. ¿Cómo no pedir los dones del Espíritu, y la intercesión de María, para que ese ejemplo se propague, para recibir todos de esa fuente de gracia?.

Sí, queremos vivir en el Amor, deponer mezquindades, odios, donde los hubiere, y miedos. Queremos celebrar con un solo corazón, juntos, la fiesta de Pentecostés, tan originante, tan fontal, que fue llamada por el Papa Pablo VI, “fuente de toda otra fiesta cristiana”[4]. Es Dios el que obra en nosotros. El Santo Espíritu de Dios, "el Único Protagonista de la evangelización, la Persona obrante por excelencia de ella"[5], tanto así que en libro de los Hechos de los Apóstoles se deja de manifiesto que es el Espíritu Santo el que guía la obra evangelizadora (Cf Hch 2, 4; 4, 8; 6, 3; 8, 29; 10, 19; 13, 2, 9; 16, 7; 19, 21; 20, 28).

El Espíritu anima a la Iglesia, en su visible y jerárquica estructura, y hace que, en la eucaristía, nos unamos a Cristo y a todos y cada uno de quienes están unidos con Él. Vemos aquí el sentido de plenitud, o “totalidad” que nos da el Espíritu, pues esa unión ya lo es “todo”, más que todo el universo, como también lo afirmaba con su magnífica pluma San Agustín: “Chorus Christi iam totus mundus est”[6], el coro de Cristo, la unión de los cristianos (y no menos, de los sacerdotes), ya es, en sí, “el mundo entero”. Cuánto podríamos aprender de esto, en tiempos de mucho “vacío existencial” y de vaciante individualismo.

LAS LENGUAS DE FUEGO QUE DESCIENDEN

¿Qué efecto obran en nosotros las lenguas de fuego que, también hoy, misteriosamente, recibimos?. Las lenguas de fuego no queman, no destruyen, sino que iluminan e impulsan: “(…) el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e instrumento del amor que proviene de él" (Deus caritas est, 33)”[7].

Las lenguas de fuego nos iluminan para una vida vivida en la «verdad entera». La plenitud del Espíritu llena a los apóstoles con el don de la esperanza, del coraje, de la “parresía”, de la confianza en Jesús, “el Señor” (Cf 1Cor 12,3). Promediando el Año Sacerdotal convocado por el Santo Padre, pidamos los Pastores la fuerza para exclamar, en la vivencialidad y las circunstancias diarias, «Abbà, ¡Padre!» (Gal 4,7). Que en tiempos en que nuestra sociedad contemporánea necesita de testimonio, con sacrificio, que el Espíritu nos sugiera que debemos decir “ante los magistrados y las autoridades” (Cf Lc 12,12), que nos dé sabiduría (Cf Hch 6,10) nos guíe en nuestras decisiones (Cf Hch 15,18). Que el Espíritu renueve en nosotros la humildad y la entrega para ejercer la misión de Cristo en la remisión de los pecados (Cf Jn 20,23) y en el llevar a todos, sin excepción, sin acepción de personas, la buena nueva del inextinguible amor, la Misericordia divina a la humanidad entera (Cf Mc 16,20).

UNIDOS CON MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

No podríamos perseverar en esta vida sin la intercesión de María, la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, presente en el Cenáculo de Pentecostés, y en cierto sentido presidiéndolo, como Madre, con los Apóstoles presididos por Pedro. Ella es esa criatura que el Concilio llama “quasi a Spiritu Sancto plasmatam novamque creaturam formatam”[8], como plasmada por el Espíritu y hecha por Él una nueva criatura, porque fue el Espíritu Santo quien como una nube la cubrió (Cf Lc 1,28.35) para hacerla Madre de Dios. Ella, exenta del pecado y en verdad Mujer libre, fue obediente, humilde, Mujer de la escucha y de la aceptación a la voluntad divina, por eso Dios, que le confirió su gran misión, la quiso también en el Cenáculo, para perseverar en la oración, y ayudar a los Apóstoles a perseverar, y confortarlos con su presencia, para disponerse a recibir el Don del Espíritu (Cf Hch 1,14).

Por eso, en las imágenes de Pentecostés, la primera obediente a Cristo, María, está en el centro del Cenáculo, bajo el Espíritu, en medio de los Doce, por encima de toda otra criatura, sobre el cosmos, sobre el universo. Que nos ayude, que nos sostenga, que nos proteja, nos libre de toda insidia y de todo mal, y haga brillar la luz que de Dios ha recibido, como Estrella de la Evangelización.

+Oscar Sarlinga

Sábado 22 de mayo de 2010, Vísperas de Pentecostés

Notas:
[1] BENEDICTO XVI, Alocución con ocasión del rezo del «Regina Caeli», CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 20 mayo 2007.
[2] SAN AGUSTÍN, Sermo 272.
[3] CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n 53.
[4] PABLO VI, “Festività di Pentecoste”. Omelia del Sommo Pontífice Paolo VI, domingo 17 de mayo 1964, Città del Vaticano.
[5] Cf PABLO VI, Exh. apost. Evangelii nuntiandi, 75; Cf. también JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, 24).
[6] SAN AGUSTÍN, In Ps. 149, 7. P L. 37, 1953.
[7] BENEDICTO XVI, Homilía durante la Solemnidad de Pentecostés, 2006, Plaza de San Pedro, Ciudad del Vaticano, Domingo 4 de junio de 2006.
[8] CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n 56.

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